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28/09/2021 Martes 26 (Lc 9, 51-56)

Sucedió que como se iban cumpliendo los días de su asunción, Él se afirmó en su voluntad de ir a Jerusalén.

Esto sucede en el marco de una sección que podemos llamar el camino de Jesús. Camino que comenzaba así: Si alguno quiere seguirme, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame (v. 23). Quienes hemos emprendido ese camino debemos tener las mismas actitudes que Él.

Hoy, Jesús toma una de las más importantes decisiones de su vida. Lo ha ido meditando y ponderando en sus ratos diarios de oración. Presiente que el viaje a Jerusalén acabará de manera trágica, pero su decisión es firme, a pesar, como indica Marcos, de la oposición de los Doce (Mc 10, 32). Seguir a Jesús significa emprender un viaje sin retorno, sin garantías, fiados solamente en Él. Como Pablo: Sé de quién me he fiado, y estay convencido de que puede custodiar mi depósito hasta el día aquel (2 Tim 1, 12).

Comienza algo nuevo en el Evangelio de Lucas. A partir de ahora, el Evangelista introduce frecuentemente un nuevo relato con las palabras: camino a Jerusalén. Como un estribillo empeñado en que no olvidemos que la vida de Jesús, como la de todo discípulo, es un camino hacia Jerusalén; hacia la cruz y la resurrección. Quienes seguimos a Jesús nos desviamos del camino cuando perdemos esa perspectiva. Esto lo aplico a mi historia personal y a la historia universal. Una historia que es siempre y para todos una historia de salvación.

Contemplamos a Jesús caminando hacia Jerusalén con paso firme por delante de los discípulos. Contemplamos y evocamos sus palabras: Nadie que pone la mano en el arado y mira hacia atrás es apto para el Reino de Dios (Lc 9, 62).

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