Cuando se hizo de día, llamó a los discípulos, eligió entre ellos a doce y los llamó apóstoles.
Simón y Judas forman parte del grupo de los Doce; apenas sabemos nada de ellos. Simón, apodado el Celota (Mc 3, 18), probablemente por pertenecer al movimiento que se oponía violentamente al invasor romano, proclamó el Evangelio en Egipto. Judas Tadeo, confirmado también el día de Pentecostés (Hechos 1, 13), lo hizo en Persia.
Jesús llamó y eligió a los Doce después de una noche en oración. Como para pensar que los elegidos eran personas excepcionales. Pero, no; todos ellos eran de lo más normal y corriente. Los Evangelistas nos muestran sin reparos sus luces y sus sombras. Es sencillo vernos reflejados en su admiración hacia Jesús, en su buena voluntad, en su incomprensión de Jesús, en sus ambiciones, en sus miedos y cobardías… Pero el Espíritu de Jesús les capacitó para superarlo todo y entregar su vida por Él.
A pesar de vivir junto a Jesús tuvieron sus problemas de convivencia y sus disputas. Pescadores, publicanos y celotas tenían poco en común. Imposible entender los criterios de la elección de Jesús. Ellos son un espejo de nuestras comunidades y convivencias. Lo que está por encima de las diferencias es la persona de Jesús; Él nos ha llamado por la fe y nos mantiene unidos en su Espíritu.
Bajó con ellos y se detuvo en un paraje llano.
Eran pocos en la montaña. En el llano son muchos; gentes venidas de todas partes, de dentro y de fuera de Israel. Hemos sido agraciados con el don de la fe para ser sal y luz del mundo. La vida del creyente está hecha de subidas a la montaña y de bajadas al llano.
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