Al entrar en Cafarnaún, un centurión se le acercó y le suplicó: Señor, mi criado está en casa, acostado con parálisis, y sufre terriblemente.
Se le acerca alguien que no pertenece al pueblo de Dios. Lo religiosamente correcto habría sido despedirle diciendo, por ejemplo, lo que dijo a la mujer pagana: No he sido enviado más que a las ovejas perdidas de la casa de Israel (Mt 15, 23). Pero Jesús, buen conocedor de los cánones religiosos, es el primero en prescindir de ellos. Lo hizo con la cananea y con la samaritana; lo hace ahora con el centurión romano. Su salvación es para todos: Ya no hay judío ni griego, ni esclavo ni libre, ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús (Gal 3, 28).
Nosotros creemos en la catolicidad o universalidad de la Iglesia; creemos que en la Iglesia cabe toda la humanidad, porque todo ser humano es alcanzado por la misericordia de Dios y la redención de Jesús. Ante el Señor toda barrera se derrumba.
Jesús le contestó: Yo iré a sanarlo.
Estas palabras de Jesús son especialmente oportunas para este tiempo de Adviento; nos ayudan a adentrarnos en el misterio del Adviento y de la Navidad. El centurión pagano nos da una lección de humildad con su respuesta: Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo. Basta que lo digas de palabra y mi criado quedará sano. Pero nosotros estamos capacitados para una respuesta mejor. Por eso decimos y cantamos estos días: Ven, ven Señor no tardes. Y se lo decimos en arameo, su lengua materna: Maranatha. Y le recibimos contentos, como los pastores de Belén; o como Zaqueo.
Pedimos al Señor que nos dé la fe del centurión: la fe que no necesita signos especiales para creer. Que sea suficiente el signo del niño envuelto en pañales, recostado en un pesebre.
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