Había allí un hombre que llevaba treinta y ocho años enfermo.
Allí había una multitud de enfermos: ciegos, cojos, paralíticos… Pero Jesús, que pasó haciendo el bien, curó solamente a uno. Como sanador de enfermos, su actividad no tuvo gran incidencia en las estadísticas de los enfermos del pueblo judío. Sus curaciones son signos de la verdadera vida que Él nos trae. Hoy, entre tantos enfermos, se acerca al más indolente. Un hombre que, entre tantos trastornos, sufre también de hipocondría. Le gusta provocar compasión publicitando sus males. Da pie para sospechar que se encuentra cómodo con su enfermedad.
Cuando Jesús le pregunta ¿quieres recobrar la salud?, el buen hombre, en lugar de mostrarse ilusionado, recurre a su elegía de lamentaciones: Señor, no tengo a nadie que me meta en la piscina cuando se remueve el agua; para cuando llego yo, otro se me ha adelantado. Lleva treinta y ocho años cerca de las aguas que pueden curarlo, pero nunca ha dado el salto. Su vida está dominada por el fatalismo y la resignación. Ni siquiera dirige una súplica a Jesús.
¿Quizá me pasa algo parecido? Tantos años postrado en mi camilla practicando una religiosidad privada de vitalidad por la rutina o la pereza, y quizá culpando a otros de mi situación. Pero, ¿de verdad quiero sanar?
Levántate, toma tu camilla y anda.
Le necesito. Le necesito, en primer lugar, para querer de verdad levantarme y ponerme en camino. Lo más normal será que Él se plante junto a mí en figura de alguien que me inspira confianza y que me hace creer que es posible ponerme en pie y caminar; y que vale la pena ponerse en camino.
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