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29/08/2021 Domingo 22 (Mc 7, 1-8; 14-15; 21-23)

¿Por qué no siguen tus discípulos la tradición de los mayores, sino que comen con manos impuras?

Para los líderes judíos, el ideal supremo de la religión era el cumplimiento escrupuloso de la ley. Así llegaron al convencimiento de que somos nosotros los que nos ganamos la salvación. Así llegaron a instalarse en el pecado del orgullo espiritual, de tan difícil remedio. La suya era una fachada de integridad y honradez que podía ocultar mucha suciedad en el corazón. Contra ningún pecado Jesús luchó tan denodadamente como contra este del fariseísmo. Estemos atentos porque su presencia siempre está al acecho. Pensemos en el hermano mayor del pródigo, siempre cerca de su padre en el espacio, y siempre lejos de su padre en el corazón.

¡Qué bien profetizó Isaías de vuestra hipocresía cuando escribió: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí.

Jesús no cambia las leyes; las lleva a sus implicaciones más profundas. La ley es buena cuando conduce al amor de Dios y prójimos. Cuando así no es, la ley, cualquier ley, deja de ser buena.

El espíritu fariseo de ayer y de hoy defiende que hay cosas exteriores que nos contaminan. Por eso se multiplican leyes y normas que, supuestamente, nos defienden de esos enemigos. Jesús es visceralmente antiformalista y antilegalista, porque lo que contamina al hombre es lo que sale del hombre. Jesús quiere liberarnos de la servidumbre de la ley para llevarnos a la libertad del amor. Como dijo san Agustin: Ama y haz lo que quieras.

La reacción de Jesús es severa porque es mucho lo que está en juego: se trata de la verdad de la relación entre el hombre y Dios. El Señor nos llama a reconocer eso que es el verdadero centro de la experiencia de la fe, es decir, el amor de Dios y el amor del prójimo, purificándolos de la hipocresía del legalismo y del ritualismo (Papa Francisco).

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