El 24 de junio celebrábamos el nacimiento del Bautista. Hoy celebramos, su muerte, su martirio, la culminación de su vida; se viene celebrando desde el siglo V.
Herodes envió inmediatamente a un verdugo con orden de traer la cabeza de Juan.
El final del Bautista se parece al del Señor, como dice el Papa Francisco, en el estilo vergonzoso de su muerte. Nada que ver con la épica muerte de los grandes héroes de la antigüedad.
¿Cómo es posible que Dios permita una muerte tan ignominiosa y humillante al mayor de los nacidos de mujer (Mt 11, 11)? Es evidente que mis planes no son vuestros planes, vuestros caminos no son mis caminos (Is 55, 8). También al Bautista le tocó vivir su Getsemaní, su noche oscura, en aquella cárcel de Herodes. Podríamos poner en sus labios los versos de Juan de la Cruz: Sin arrimo y con arrimo, - sin luz y a oscuras viviendo, - todo me voy consumiendo.
Dios, que busca nuestra plenitud, nuestra plena realización, nos conduce por el camino que nos lleva al mayor amor: el de dar la vida por quien decimos amar y que nos ama hasta el extremo.
Nosotros no probaremos el martirio de la cárcel y la degollación, como el Bautista. Ni los azotes y la cruz, como Jesús. Pero todos, todos sin excepción, probamos el martirio del testimonio cotidiano del amor; es un martirio que puede quedar oculto a los ojos de los demás, pero que puede ser atroz.
El sufrimiento pone a prueba la fe del creyente. Pero está llamado a ser, además, lugar de encuentro y de revelación. La revelación de un Dios diferente al que hasta ese momento había sido objeto de mi fe.
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