Un sábado que entró a comer en casa de un jefe de fariseos, ellos lo vigilaban.
Es la tercera vez que Lucas presenta a Jesús aceptando una invitación para comer en casa de un fariseo. Y siempre sucede algo que altera la armonía de un trato cívico y educado. Primero fue la prostituta que irrumpió en la sala del banquete (7, 36). Luego fue Jesús olvidando hacer las abluciones de rigor (11, 37). Hoy es Jesús que no se muerde la lengua denunciando la vanidad de los invitados.
Ellos lo vigilaban. El saberse observado no le amedrenta. La sintonía con Abbá le proporciona plena libertad interior.
Observando cómo escogían los puestos de honor, dijo a los invitados…
Es Él quien estudia el comportamiento de los comensales. Él quien se atreve a dispensar consejos que, a primera vista, parecen solo de sentido común. Porque quien se enaltece neciamente se convierte en el hazmerreír de los presentes. Un hombre sensato sabe disimular sus ganas de figurar.
Quien se ensalza será humillado, y quien se humilla será ensalzado.
La enseñanza de Jesús va más allá de la sensatez en los modales. Nos lleva hasta aquel, si no os hacéis como niños, no entraréis en el Reino de los Cielos (Mt 18, 3). Como niños. Es decir conscientes de nuestra inutilidad; contentos con lo que somos; conscientes de que ahí radica nuestra fuerza. Porque cuando soy débil, entonces soy fuerte (2 Cor, 12, 10).
El Papa Francisco comenta: La fuerza del Evangelio está en la humildad. Jesús habla un lenguaje de servicio, de humillación. En cambio, el lenguaje del mundo es: ¿quién tiene más poder para mandar? El Señor revela a los pequeños el misterio de la salvación, el misterio de sí mismo.
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