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29/11/2021 Lunes 1º de Adviento (Mt 8, 5-11)

Jesús le contestó: Yo iré a sanarlo.

Ha bajado a Cafarnaún tras concluir el sermón de la montaña. Se le ha acercado el centurión romano, máxima autoridad militar de la ciudad, suplicándole que sane a un criado suyo que sufre terriblemente. Jesús no se lo piensa dos veces y se ofrece a acompañar al centurión a su casa: Yo iré a sanarlo. No se detiene a considerar los problemas legales en que puede incurrir entrando en casa de un pagano. Ante el sufrimiento humano, toda otra consideración carece de importancia.

El centurión replicó: Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo. Basta que lo digas de palabra.

Son las palabras que repetimos antes de la comunión eucarística. Pero en nuestro caso, el Señor sí que entra en nuestra casa. Y nosotros, aunque indignos, le recibimos, como Zaqueo, muy contentos. Si esperásemos a ser dignos nunca le recibiríamos. No tengamos miedo nunca, en ninguna circunstancia, de abrirle de par en par nuestras puertas porque, el Hijo del Hombre ha venido para salvar lo que se había perdido (Mt 18, 11).

Vete; lo que has creído que se te cumpla.

El centurión se va agradecido y contento. Ni corre, ni salta de alegría. No le cabe la menor duda de que va a encontrar a su criado con buena salud. Vive el milagro sin aspavientos, con la mayor naturalidad. Para Él, el milagro es tan natural como la salida del sol mañanero.

El centurión romano de Cafarnaún nos enseña una lección especialmente oportuna para este tiempo de Adviento. Pensemos también nosotros en las personas que tenemos cerca y necesitan una palabra del Señor para verse libres de sus trastornos de cuerpo o de espíritu.

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