En aquella ocasión, con el júbilo del Espíritu Santo, dijo: ¡Te alabo, Padre, Señor de cielo y tierra, porque, ocultando estas cosas a los sabios y entendidos, se las diste a conocer a la gente sencilla!
La ocasión es el regreso de los setenta y dos discípulos. Vuelven muy contentos de su misión, y cuentan lo bien que les ha ido: Hasta los demonios se nos sometían (Lc 10, 17-18). Jesús se conmueve y su emoción se desborda en una oración de alabanza que todos escuchan fascinados. Si quien ama mucho se hace débil ante la persona amada, entonces el Dios-Amor es pura debilidad. Por eso, nada de qué extrañarnos cuando comprobamos su especial predilección por nuestra debilidad y por los más débiles. Nada de qué extrañarnos cuando vemos que los sabios y entendidos, tan complacidos consigo mismos y cuya vida giraba en torno a la religión, fueron quienes menos congeniaron con Jesús.
¡Dichosos los ojos que ven lo que veis!
¿Qué es lo que aquellos discípulos estaban viendo? El rostro de un hombre. ¿Qué es lo que nosotros vemos con los ojos de la fe? El rostro del mismo hombre, Jesús de Nazaret. Pero contemplando el rostro del Hijo a la luz del Espíritu, vemos que ese rostro es reflejo del rostro del Padre.
¡Dichoso yo que veo lo que veo! Pero, ¿de verdad soy consciente de lo privilegiado que soy? Si me siento privilegiado de ver lo que veo, me sentiré feliz y lo irradiaré, aunque el cristianismo que se me ha inculcado en tiempos pasados haya sido el cristianismo del temor y de la severidad. Si me siento privilegiado seré un gozoso exponente de aquella alegría que el ángel proclamó a los pastores en Belén.
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