Y cuando llegó el día de su purificación, de acuerdo con la ley de Moisés, lo llevaron a Jerusalén para presentarlo al Señor.
De acuerdo con la ley de Moisés. El Evangelista repite hasta cuatro veces este estribillo. Las vidas de José y María estaban perfectamente enmarcadas en la ley de Dios. Cuando llegan al templo se sorprenden de que un desconocido anciano tome al niño en sus brazos y diga cosas muy profundas y muy misteriosas.
Mis ojos han visto tu salvación, la que has preparado a la vista de todos los pueblos.
José y María entienden que el anciano Simeón está haciendo suyas las palabras del profeta: Te voy a poner por luz de las gentes, para que mi salvación alcance hasta los confines de la tierra (Is 49, 6).
El padre y la madre estaban admirados de lo que decía acerca del niño.
No es la primera vez; tampoco será la última. Pero una cosa es la hermosura de las palabras y otra la irrelevancia de los hechos. Porque, a pesar de las maravillas que se dicen del niño, en Belén fueron solamente unos pocos pastores los que se enteraron; ahora, en Jerusalén, solamente dos ancianos. El mundo prosigue su vida al margen de Jesús.
Mira, éste está colocado de modo que todos en Israel o caigan o se levante; será una bandera discutida.
Simeón no desvaría; Simeón profetiza, porque el Espíritu habla por Él. Dice que el mesianismo de Jesús carecerá de triunfalismos. Esto será fuente de sufrimiento para su madre: En cuanto a ti, una espada te atravesará el corazón.
Simeón y Ana viven la ancianidad como una bendición, en la serenidad de la espera. Han alcanzado la plenitud de la vida confiando únicamente en Dios.
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