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30/01/2022 Domingo cuarto (Lc 4, 21-30)

  • Foto del escritor: Angel Santesteban
    Angel Santesteban
  • 29 ene 2022
  • 2 Min. de lectura

Al oírlo, todos en la sinagoga se indignaron. Levantándose, lo sacaron fuera de la ciudad y lo llevaron a un barranco del monte sobre el que estaba edificada la ciudad, con intención de despeñarlo.

El camino de Jesús, de principio a fin, es un camino marcado por el fracaso. El primer episodio importante de su vida pública tiene lugar en su pueblo de Nazaret, donde se había criado. En un primer momento la acogida es buena: Todos lo aprobaban, y estaban admirados por aquellas palabras de gracia que salían de su boca. Pero cuando Jesús se abre a ellos y les manifiesta su identidad, el rechazo es total: Se indignaron y lo llevaron a lo alto del monte con intención de despeñarlo. Es cierto que Jesús era seguido por grandes multitudes. Pero era un seguimiento interesado y egoísta. Los mismos que gritan HOSANA, gritarán poco después CRUCIFÍCALE. La vida de Jesús concluirá con el rotundo fracaso de la cruz. El camino de quienes le seguimos no será pues el del éxito, sino el del fracaso. Tenemos que aprender a asumirlo.

Asumirlo primero a nivel de Iglesia. No soñemos con una Iglesia reconocida y prestigiosa. Asumamos nuestro fracaso ante el mundo y lo mal que nos tratan los medios de comunicación. A veces con razón. Como con los casos de pederastia. San Pablo sabía mucho de esto y comenta a la comunidad de Corinto: Somos la basura del mundo, el desecho de todos hasta ahora (1 Cor 4, 13).

Asumamos el fracaso también a nivel personal. Tampoco soñemos con ver el campo de nuestra alma libre de toda cizaña. Nos gustaría ser mucho mejores. Nos gustaría eliminar de nuestra vida todo aquello que nos disgusta y que no logramos superar. Podríamos quejarnos como san Pablo, diciendo: ¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte? (Rm 7, 24). Y el Señor nos dirá como dijo a Pablo: Mi gracia te basta, que mi fuerza se realiza en la flaqueza. Y así, como Pablo, nos gloriaremos de nuestras flaquezas para que habite en nosotros la fuerza de Cristo (2 Cor 12, 9).

 
 
 

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