Mi Padre trabaja siempre y yo también trabajo.
Después de la curación del paralítico de la piscina de Betesda, Jesús nos habla de su identidad. Se identifica con Dios de tal manera que los dirigentes judíos tratarán de deshacerse de Él por hacerse a sí mismo igual a Dios. En otras circunstancias lo repetirá con distintas palabras: El que me ha visto a mí, ha visto al Padre (Jn 14, 9). Y también: Yo y el Padre somos uno (Jn 10, 30).
Él, como el Padre, está siempre atareado. En todo momento ocupado con nosotros. Ocupado, como nos dice Isaías en la primera lectura, como una madre con su niño: ¿Puede una madre olvidar al niño que amamanta? Pues, aunque ella se olvidara, yo no te olvidaré. Ocupado, como el alfarero de Jeremías: Lo mismo que el barro en la mano del alfarero, así sois vosotros en mi mano (Jr 18, 6).
Os lo aseguro: El Hijo no hace nada por su cuenta si no se lo ve hacer al Padre.
El Hijo no actúa independientemente del Padre. No se puede hablar del Hijo sin pensar en el Padre. Esto lo hacemos, sin ser conscientes de ello, gracias al Espíritu. Dios es Amor porque es Trinidad. Se bastan. No somos necesarios. Pero han querido incluirnos. Jesús que parece ocupar el centro de la relación de la Trinidad con nosotros, cede el puesto central al Padre. Luego, cuando se vaya, cederá el protagonismo al Espíritu. De todos modos, para conocer a Dios, hemos de conocer al Hijo. Porque, nadie va al Padre sino por mí (Jn 14, 6). Y, nadie conoce quién es el Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar (Lc 10, 22).
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