Os lo aseguro, antes de que Abrahán existiera Yo Soy.
Los dirigentes de la religión judía escuchan con atención. Su rechazo es unánime y absoluto. Es comprensible; la razón les da toda la razón. Lo que Jesús proclama es inverosímil, inadmisible, absurdo. En verdad, lo excepcionalmente raro es creer y lo más normal no creer. En verdad, nadie conoce al Hijo sino el Padre; nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquél a quien el Hijo decida revelárselo (Mt 11, 27).
Jesús está en modo provocador; no dulcifica la píldora: Abrahán, vuestro padre, saltaba de gozo pensando en mi día; lo vio y se llenó de alegría. Abrahán, icono central de los judíos, murió; pertenece al pasado. Jesús se presenta como el siempre presente con el que Abrahán soñó. Para Jesús, Abrahán personifica la fe; para los judíos, la tradición. Cuando la tradición adquiere fuerte predicamento, la religión pierde vigor. Esto es aplicable a lo cristiano cuando se hace de Jesús algo del pasado. ¿No hemos llegado a convertir el cristianismo en cultura, en algo que no contempla la relación personal con Jesús, el Yo Soy?
En este capítulo octavo del Evangelio de Juan, Jesús ha repetido tres veces el nombre que Dios se da a sí mismo en el libro del Éxodo: Yo Soy; y se identifica con él. La Buena Noticia, el Evangelio que es Jesús de Nazaret, es siempre novedoso y revolucionario. Si no lo es, es porque lo hemos amortajado o momificado. El creyente verdadero es vivo y dinámico, con la mirada hacia adelante: El que ha puesto la mano en el arado y mira atrás noes apto para el reinado de Dios (Mt 9, 62).
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