Entonces les dijo esta parábola.
No es una parábola, sino tres: la oveja perdida, la moneda perdida y el hijo perdido. Dirigidas a escribas y fariseos que murmuran porque Jesús acoge a los pecadores y come con ellos.
Para este cuarto domingo de Cuaresma, denominado domingo de la alegría, la liturgia nos ofrece la más hermosa y la más gozosa de todas las parábolas de Jesús: la del hijo pródigo. Empieza así: Un hombre tenía dos hijos.
El hijo mayor es el colmo de la insensatez. ¿Por qué? Porque, ante su hermano, se cree mejor y, ante su padre, se cree con derechos. Es un insensato porque, ¿qué tenemos que no hayamos recibido? Además, por el hecho de ser insensato, es un infeliz: está de uñas con su hermano, está de uñas con su padre, está de uñas consigo mismo. ¡Pobre muchacho! ¡Con lo formal y responsable que es!
El hijo menor es el colmo de la sabiduría. ¿Por qué? Porque, gracias a sus pecados, ha descubierto el corazón de su padre. Ahora sabe que puede fiarse totalmente de él. Y por eso es feliz. Igual que el niño pequeño que, siendo capaz solamente de ensuciar sus pañales, sabe que papá o mamá se los lavarán enseguida y quedará limpito y fresquito.
¿Con cuál de los dos hermanos me identifico mejor? Buena pregunta. Aunque la tarea ideal es la de tratar de identificarnos con el padre que, cuando el hijo pequeño estaba todavía lejos, le vio y, conmovido, corrió, se echó a su cuello y le besó efusivamente. Es una escena que nos hace recordar la palabra de Dios en Isaías: ¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ella llegase a olvidar, yo no te olvido (Is 49, 15).
En verdad, este cuarto domingo de Cuaresma es el domingo de la alegría. Tenemos un Padre que no sabe de condenas. Una monja carmelita escribe: Dios nos perdona siempre y nos come a besos. Dios es besucón, enamorado de sus criaturas. Se deleita con nosotros y su perdón es ternura.
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