Soy yo. No temáis.
Ha oscurecido. Jesús no está con ellos en la barca y el mar ha comenzado a encresparse. Están asustados. Es una situación que refleja bien lo que todos experimentamos en algunos momentos especialmente difíciles de la vida. Nos encontramos, a veces, ante problemas desesperantes, sin solución posible. Estos momentos críticos pueden durar horas, días o años.
Es precisamente entonces, en esos momentos críticos, cuando Jesús se acerca. Cuando la tormenta arrecia, Él siempre se acerca. Pero cuesta reconocerle. Le reconocemos solamente escuchando su palabra: Soy yo. No temáis. ¿Qué sucede entonces? El Evangelio no dice que el Señor calmase el viento o las olas, no. Pero sí que tranquilizó los corazones de los discípulos: Ellos querían recogerlo a bordo, pero la barca tocó tierra en seguida.
El seguidor de Jesús debe saber que en su camino aparecerá la tormenta, la oscuridad, la inseguridad. Debe tener claro que, a veces, tendrá la impresión de seguir al Señor a tientas, como con los ojos vendados. Son los momentos fuertes para la fe, para confiar en Él, en actitud de fidelidad y abandono.
Aquellos discípulos experimentaron fuertes sacudidas en su aventura de seguidores de Jesús. Primero, vibraron entusiastas con la multitud que, satisfecha por haber comido hasta hartarse, trata de proclamar rey a Jesús. Luego, cuando ven que Jesús rechaza la idea, se decepcionan y suben solos a la barca. Y solos, en medio de la tempestad, se aterrorizan. Finalmente, cuando Jesús se reúne con ellos, conocen la tranquilidad.
Parece claro que, para que la paz domine la vida del discípulo, es indispensable haber pasado antes por la tormenta. Como es indispensable la cruz para llegar a la gloria de la resurrección.
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