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30/05/2021 Santísima Trinidad (Mt 28, 16-20)

Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.

De Navidad a Pentecostés, hemos venido celebrando el amor de Dios a los hombres; amor manifestado en Jesús. Comenzábamos con su nacimiento en Belén y concluíamos el domingo pasado con la efusión del Espíritu en Jerusalén. Hoy, coronando este recorrido de cinco meses, celebramos sencillamente la fiesta de Dios; de Dios Trinidad; de Dios Padre, Dios Hijo, Dios Espíritu Santo.

Si nos preguntamos cuánto significa en nuestra vida lo de la Trinidad probablemente diremos que poco o muy poco. Quizá porque se nos hace ininteligible y árido el lenguaje que habla de tres personas y una naturaleza. El curso sobre la Trinidad que estudia todo teólogo, suele ser de lo más insípido y aburrido. ¿Por qué? Porque nos acercamos al misterio de Dios Trinidad desde la razón, no desde el corazón; el misterio trinitario no es para teólogos, sino para místicos; no es para ser comprendido, sino para ser vivido; no es un misterio de metafísica, sino un misterio de amor. No intentemos comprender el misterio de Dios Trinidad; intentemos que el misterio de Dios Trinidad nos comprenda a nosotros. Pero, ¿cómo hacerlo?

Una manera sencilla consiste en repetir una de las dos oraciones trinitarias que todos aprendimos de niños. La primera es la señal de la cruz: En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. La segunda, el Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo. Cuando nos acostumbremos a repetir con frecuencia y con fe una de estas dos oraciones, la Trinidad adquirirá una importancia fundamental en nuestra vida. Lo viviremos aunque no sepamos explicarlo.

Es el Espíritu de Jesús quien nos lleva a la experiencia de Dios Padre. La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: Abbá, Padre (Gal 4, 6).

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