En esto le trajeron un paralítico postrado en una camilla.
Jesús no se distingue por su afición al culto y al templo. Lo suyo es vivir orientado hacia los que sufren. ¿Quizá ésta consideración ha movido al Papa Francisco a decir que la Eucaristía no debe estar confinada entre velas e inciensos? ¿Quizá se podría añadir que la Eucaristía no debería monopolizar la presencia del Señor entre nosotros? Uno tiene a veces la impresión de que cierta piedad eucarística confina al Señor al sagrario. Se ha llegado a hablar del prisionero del sagrario que espera de nosotros actos de expiación y reparación por los pecados del mundo. Jesús no sabía de confinamientos.
¡Ánimo, hijo!, tus pecados te son perdonados.
Para Jesús era evidente la conexión entre espíritu y cuerpo; sabía que para disfrutar de una buena vida el primer requisito es la buena salud del espíritu. Aquel paralítico, también sus camilleros, quedarían sorprendidos ante las palabras de Jesús; no era lo que ellos esperaban. La sanación comienza por dentro. La camilla, símbolo del pecado, ya no le pesará a aquel hombre. Volverá contento a su casa con su camilla a cuestas. San Pablo tuvo una experiencia parecida. ¡Había vivido postrado tanto tiempo en su camilla! ¡Había pedido tantas veces al Señor ser liberado del aguijón de la carne! Al final, el Señor le mandó cargar contento con su camilla: Por eso, con sumo gusto seguiré gloriándome sobre todo en mis flaquezas, para que habite en mí la fuerza de Cristo (2 Cor 12, 7-10).
Como Jesús con sus llagas, así el paralítico con su camilla, así Pablo con su aguijón de la carne, así todos nosotros con nuestros pasados penosos, podemos acercar a otros al encuentro con el Resucitado.
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