Ése es Juan el Bautista que ha resucitado, y por eso se manifiestan en él poderes milagrosos.
La identidad de Jesús es una incógnita para quienes le rodean. Poco antes, sus paisanos de Nazaret se preguntaban estupefactos: ¿No es éste el hijo del carpintero? (Mt 13, 55). Ahora es el tetrarca Herodes el que cree haber hallado la respuesta. Es una respuesta fruto de la superstición y del remordimiento.
El rey se sintió mal; pero por el juramento y por los convidados, ordenó que se la dieran; y así mandó decapitar a Juan en la prisión.
Herodes respeta a Juan. Herodes está convencido de ser una persona de buenos sentimientos. Con esto excusa sus perversidades. Y cuando ve la cabeza del Bautista sobre la bandeja pinsa: ¡Qué pena! He hecho lo posible pero no ha sido suficiente. Puede más en él el respeto humano y el quedar bien ante sus convidados. Aunque Juan ya no está entre los vivos, Herodes continúa viéndole y escuchándole en la persona de Jesús. La conciencia no puede ser decapitada.
Llegando después sus discípulos, recogieron el cadáver y lo sepultaron; y fueron a informar a Jesús.
Después de informar a Jesús, vuelven al Jordán y mantienen viva la herencia espiritual de su maestro. La austera religiosidad del Bautista era, para muchos, más impactante que la de Jesús; lo sigue siendo. Especialmente para quien no se ha familiarizado con el Evangelio y, por tanto, no ha comprendido a Jesús.
Jesús no eleva su voz para protestar contra el crimen de Herodes; se retira a un lugar solitario. La injusticia criminal, como la cruz de Jesús, es espacio de revelación; me abre los ojos hacia un Dios diferente del que ha sido objeto de mi fe hasta ese momento.
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