José se levantó, tomó al niño y a su madre y se volvió a Israel.
Será Lucas quien nos dirá que José y María se establecieron en Nazaret, donde el niño crecía y se fortalecía, llenándose de sabiduría (Lc 2, 40). Estas palabras resumen treinta silenciosos años de vida.
Encaja bien esta celebración de la Sagrada Familia dentro del tiempo de Navidad. La segunda persona de la Trinidad ha asumido nuestra realidad humana con todas sus consecuencias, como la de pertenecer a una familia. Frente a lo que el mundo pueda decir, los seguidores de Jesús asumimos que solamente hay un tipo de matrimonio: el de una mujer y un hombre. Un matrimonio que es sacramento y es vocación; vocación tan sagrada como la del ministerio sacerdotal.
Pretender construir una familia sobre el amor romántico es pretender construir una casa sobre arena. El verdadero amor va mucho más allá de lo sentimental. Cuando los esposos entienden correctamente el matrimonio, la familia supera nuestra actual cultura de lo provisorio. El amor aprende a convivir con la imperfección, aprende a perdonar, aprende a guardar silencio ante las limitaciones del ser amado.
La Sagrada Familia de Nazaret es el modelo a seguir. José y María saben mucho de vida interior. No cualquier tipo de vida interior. La suya es una vida interior iluminada por la Palabra de Dios. Esto hace que cada uno viva pendiente del bienestar del otro más que del suyo propio. Esto evita confundir el amor con otras cosas. Porque, como escribe el Papa Francisco, hay personas que se sienten capaces de un gran amor solo porque tienen una gran necesidad de afecto, pero no saben luchar por la felicidad de los demás y viven encerrados en sus propios deseos.
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