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30/12/2024 Día 6º de Navidad (Lc 2, 36-40)

  • Foto del escritor: Angel Santesteban
    Angel Santesteban
  • 29 dic 2024
  • 2 Min. de lectura

Estaba allí la profetisa Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era de edad avanzada.

Ana, en hebreo, significa compasiva, misericordiosa. Ana, la del Evangelio de hoy, anciana y viuda, podría ser juzgada de forma displicente por beata y por irrelevante en la sociedad; como tantos de nosotros, ancianos que seguimos acudiendo fielmente a la iglesia. Ana vivía sirviendo a Dios desde sus esquemas piadosos tradicionales.

Ella, como su amigo Simeón, es un buen espejo en el que mirarnos los mayores. En ella vemos cómo el Señor nos va atrayendo hacia sí, a base de purificación y de ir cortando los lazos que en años pasados significaban tanto para nosotros y nos impedían volar. Ana es un buen ejemplo de cómo llegar a mayores conservándonos jóvenes por dentro. El espíritu no envejece. Ana no vive atrapada por su pasado, ni amargada por un presente distinto del que ha vivido. Vive la ancianidad como un momento de gracia y de salvación.

Suele decirse que hay dos clases de mayores: los avinagrados y los serenos. Los años nos transfiguran o nos fosilizan. Una persona mayor, si de verdad creyente, no puede ser una persona ni avinagrada ni fosilizada. Cuando la visión física decrece, se agudiza la visión espiritual.

Nosotros, los mayores, debemos ser conscientes y agradecidos por las bendiciones que trae consigo la edad. A estas alturas entendemos que la vida para ser perfecta no tiene por qué ser perfecta; basta que tengamos la capacidad de perdonar y de ser perdonados. Entendemos que la ancianidad es una bendición también porque nuestro espíritu nunca ha estado tan vivo como ahora. Y vivimos la ancianidad como la edad de la confianza ya que caemos en la cuenta de que ya nada está en nuestras manos.

 
 
 

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