Muy apropiadamente celebramos esta fiesta de la Visitación entre la Anunciación (25 de marzo) y el nacimiento del Bautista (24 de junio). El Magnificat de María es el pregón de los tiempos nuevos.
En cuanto oyó Isabel el saludo de María, saltó de gozo el niño en su seno, Isabel quedó llena de Espíritu Santo y exclamó a gritos…
Isabel está como embriagada; como los apóstoles el día de Pentecostés. Contemplando a Isabel entendemos mejor aquellas palabras de Jesús: Si vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan! (Lc 11, 13). Donde Lucas dice Espíritu Santo, Mateo dice cosas buenas (7, 11). Entendemos que el Espíritu Santo es la cosa buena por excelencia.
¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?
Escuchando a Isabel entendemos mejor los increíbles efectos de la efusión del Espíritu. Porque increíble es el hecho de que Isabel llegue a afirmar con absoluto convencimiento la divinidad de esa minúscula vida que María lleva en sus entrañas.
Y dijo María: Alaba mi alma la grandeza del Señor y mi espíritu se alegra en Dios mi salvador.
El Magnificat es el pregón de los nuevos tiempos: tiempos de la gloriosa novedad del Evangelio; tiempos de la gratuidad de la salvación universal porque su misericordia llega a sus fieles de generación en generación. María es la maestra que nos enseña a vivir confiados, agradecidos, siempre abiertos a la exuberancia del don de Dios hecho carne en su seno.
La escena de la Visitación es una escena que desborda alegría. María es, en verdad, la causa de nuestra alegría. Hagamos de su Magnificat nuestro estilo de vida.
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