El Reino de los Cielos es semejante a un tesoro escondido en un campo; el que lo encuentra lo vuelve a esconder y, lleno de alegría, va a vender todo lo que tiene y compra el campo.
En esta parábola, el hallazgo del tesoro es totalmente fortuito. El agraciado con el descubrimiento no buscaba nada, porque no tenía la menor idea de que aquel campo pudiese esconder tal tesoro. La parábola nos hace evocar lo que el Señor hizo con Pablo en el camino de Damasco; sin él buscarlo, encontró el tesoro por el cual vendió todo lo que tenía. No es que Pablo se desprendiese con pena de tantas cosas buenas de su pasado; es que eligió la mejor de todas: Juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas y las tengo por basura para ganar a Cristo (Flp 3, 8).
Lleno de alegría, va a vender todo lo que tiene. Es la alegría de quien descubre haber sido despojado de sí mismo; alegría que caracteriza a quien se le ha dado descubrir el tesoro. Si no doy ante los demás la impresión de sentirme muy afortunado, es que no he descubierto el tesoro. Mi religiosidad carecerá de dinamismo y quedará estancada en la tradición, en la rutina, en la ascética.
El Reino de los Cielo es un tesoro que renueva la vida todos los días y la expande hacia horizontes más amplios. De hecho, quien ha encontrado este tesoro tiene un corazón creativo y buscador, que no repite, sino que inventa, trazando y recorriendo caminos nuevos, que nos llevan a amar a Dios, a amar a los otros, a amarnos verdaderamente a nosotros mismos (Papa Francisco).
Cómo me gusta ese factor sorpresa del regalo. Jesucristo es así. Amén. Alleluia