Él se inclinó sobre ella, increpó a la fiebre y se le fue. Inmediatamente se levantó y se puso a servirles.
Escuchábamos ayer el relato de la curación del endemoniado en la sinagoga de Cafarnaún. Hoy vemos cómo Jesús cura a una multitud de enfermos, comenzando con la suegra de Pedro.
La enfermedad, física o mental, es una realidad bien conocida de todos. Exceptuando los casos de muerte repentina, nadie se libra de ella. Podríamos reaccionar de distintas maneras ante la enfermedad: ¿con la rebelión?, ¿con la resignación?, ¿con la tristeza? Un enfermo de la antigüedad se lamentaba así: Estoy extenuado de gemir, baño mi lecho cada noche, inundo de lágrimas mi cama (Salmo 6).
La fe hace que los creyentes veamos y vivamos la enfermedad como una prueba, una purificación, un purgatorio. Así es cómo la enfermedad nos conduce a la humildad y a la confianza en Dios, sabiendo que el Señor nos lleva en todo momento de su mano. La fe hace que los creyentes aprovechemos la buena salud para, como la suegra de Pedro, ponernos al servicio de los demás.
Por la mañana salió y se dirigió a un lugar despoblado. La multitud lo anduvo buscando, y cuando lo alcanzaron, lo retenían para que no se fuese.
Ayer, en la sinagoga de Cafarnaún, los demonios proclamaban su identidad tentándole, como en el desierto, para que asumiese un mesianismo glorioso. Hoy la gente le busca para retenerlo. Le tientan para que Jesús se adapte a sus expectativas y olvide su misión. Algo así como un cristianismo a nuestra medida, como a nosotros nos gustaría. Pero Él no se deja atrapar. Su Espíritu es libre y sopla donde quiere, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va (Jn 3, 8).
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